Desde muy pequeña soñaba con conocer el pueblo en el que vive mi madrina, Elizondo en el País Vasco. Antonia es mi madrina de bautismo pero no estuvo presente en la celebración. La hermana de mi padre actúo en su representación. Fue algo extraño. Mi padre eligió a su prima por algún motivo que nunca supe, pero hoy sé que todo lo que nos sucede es parte de la trama de nuestra vida.

Religiosamente cada cumpleaños recibía una postal firmada por ella y su hermana María Josefa. Fértiles valles surcados por cristalinos ríos entre verdes montañas. Caseríos blancos con tejados rojos cobijados bajo la torre de la iglesia del pueblo. Soñaba obsesivamente con viajar a ese lugar mágico.
A través de las anécdotas que mi padre nos contaba conocí a mi abuelo y también el pueblo del que proviene mi familia. Mi abuelo y su origen vasco son el eje principal de mi existencia. Desde que tengo memoria me he considerado vasca, aún cuando por mi corta edad no sabía lo que significaba.
Recuerdo que en la escuela un día la maestra preguntó la nacionalidad de nuestros ascendientes y cuando fue mi turno yo contesté: “Yo soy vasca”. La maestra me corrigió diciendo: “Supongo que lo que querés decir es que tus abuelos son españoles”. A lo que yo contesté: “Yo soy vasca”. Entonces ella me preguntó: “¿Naciste en España?” . “No”, le dije, “pero soy vasca”.

Mi alma siempre vivió repartida entre ser argentina y ser vasca. En el tejado de mi casa paterna la ikurriña siempre flameó al lado de la bandera argentina en cada fiesta patria. Es un sentimiento profundo de origen incierto que no sé puede explicar, solo se siente. Siempre he estado orgullosa de mi origen y de la forma de ser de mi abuelo. Mi padre contaba con honor que en una ocasión acompañó a mi abuelo a una entrevista de trabajo y que el propietario del campo que lo contrató como peón le dijo que lo contrataba por su origen ya que estaba seguro que era trabajador, honesto y que su palabra valía más que cualquier papel.
Lo más significativo de mi niñez ha sido escuchar anécdotas sobre él y su familia. Fue ejemplo a seguir para mi padre y lo ha sido para mí. La casa de mi padre y la mía están llenas de símbolos vascos. Algunos de ellos recibidos como regalos de nuestras primas vascas como mi papá llamaba a Antonia y a Ma. Josefa.
Aunque de pequeña mi padre no me permitió acercarme a la casa vasca de la ciudad, lo hice ya adulta y fue para aprender la lengua de mi abuelo. Según contaba mi padre, mi abuelo aconsejado por sus contemporáneos eligió olvidar su lengua para evitar la discriminación. Yo elegí aprenderla y difundirla en homenaje a la persona que ha marcado mi vida: mi abuelo Juan Miguel.
Fue así que estudiando euskara conseguí una beca para viajar y seguir aprendiendo en Euskal Herria, el País Vasco. Mi sueño de conocer el lugar mágico se haría realidad. Hace 10 años subí por primera vez a un avión con destino a lo que definitivamente se transformaría en mi segunda patria o primera, depende del lugar desde donde se mire, pues en mi corazón conviven mis nacionalidades con igual importancia.
Fueron seis meses en los que me hice parte de la idiosincrasia y cultura vasca con total naturalidad lejos de lo que cualquiera hubiera esperado. Me adapté fácilmente y las personas con las que conviví me aceptaron como una más de ellos desde el primer día. Fueron y son como mi familia, aunque antes de ese 5 de enero de 2008 no nos hubiéramos visto nunca.

Las personas con las que me cruzaba en la calle o en las tiendas, que desconocían mi procedencia y el motivo de mi viaje y que habitualmente me oían hablar en euskera, no se daban cuenta que era argentina hasta que me oían hablar en español. Me mimetice con la gente y el ambiente. Me sentía como en casa.

Ordizia, en donde viví mientras estudiaba, es un pueblo de origen medieval que conserva el trazado antiguo en su casco principal, al que se fue anexando la arquitectura moderna. Desde el primer día experimenté una sensación de familiaridad, como si no fuera la primera vez que estaba allí y hoy día añoro volver a ese lugar como si fuera una parte de mí.

Gran parte del día lo pasaba estudiando en el Euskaltegi, escuela de lengua vasca, en otro pueblo más pequeño, Lazkao, pero el sentido de pertenencia cobra vida para mí con Ordizia. Recorriendo pueblos del País Vasco tuve oportunidad de conocer muchos lugares, de participar en eventos y fiestas típicas, de conocer artistas y autores con gran relevancia para la historia, la cultura y la lengua vasca, lo que resultó fascinante para mí.

Viví el Bertso eguna en el Kurtsaal, los inauteriak en Tolosa y en Altsasu, disfruté de los joaldunak en Senpere, de las besperak de Santa Ageda y San Juan, y de las fiestas patronales de los pueblos cercanos a Ordizia.

La música y los bailes me cautivaron. Parecía increíble percibir con mis propios sentidos todo lo que había leído y escuchado en mi casa y en la casa vasca.

Algo especial y emotivo fue conocer personalmente a Antonia, mi madrina y a su hermana María Josefa con quienes había mantenido una fluida comunicación por carta cuando pequeña y que con los años fue telefónica. Ella misma al darme un beso de bienvenida dijo que solo faltaba vernos personalmente. No hizo falta que aclarara nada más, pues ella, su hermana y yo sabíamos que se refería al sentimiento que nos unía, a ese lazo que creamos en la distancia.
Entrar a su casa y ver en el mueble de la entrada la foto de mi hijo mayor entre otras fotos de mi familia junto a las de ellas, fue como sentir que los miles de kilómetros que separan mi ciudad natal en Argentina de ese pueblo no existían. Ellas también habían sido parte de mi infancia y de mi vida.

Las acompañé a misa a la Parroquia de Santiago Apóstol cuyo campanario siempre veía en las postales que me enviaban y cuya imagen tenía grabada en mi memoria por las muchos fotos que había recibido. Durante la ceremonia no pude contener las lágrimas de la emoción que sentía, había cumplido el sueño de llegar hasta allí y descubrí que esas mujeres con las que había intercambiado noticias y fotos a través del correo eran mi familia al igual que mis tías argentinas. Me hubiera quedado allí por siempre, en mi amado Elizondo.
Otro fin de semana pude llegar a Pamplona a visitar a otro primo que me llevaría a conocer la casa natal de mi abuelo Juan Miguel en un pueblo muy pequeño de Navarra. Luego de compartir un café y algunas anécdotas de nuestras familias emprendimos el viaje al caserío en que nació mi abuelo.

Recorrimos unos kilómetros en auto para llegar a Muskitz. Allí estaba la eliza, la iglesia, a su lado lo que fuera la ikastola, la escuela, enfrente la iturria, la fuente de agua a la que todos iban por agua y que detrás tenía la pila comunitaria para el lavado de la ropa. Justo un poco más arriba subiendo una pendiente se alzaba la puerta de entrada al baserri, al caserío de los Cenoz, o Zenotz como originalmente se escribía mi apellido.

Sobresaliendo de la fachada, el balcón. Debajo de él la huerta custodiada por unos añejos avellanos que aún hoy siguen dando sabrosos frutos. Un poco a la izquierda y hacia adelante de la entrada principal, pude ver la entrada al ukuilu, al establo y en la parte más alta la ventana del granero o pajar. Fue emocionante y también revelador recorrer la casa viendo muebles y artículos antiguos. Me senté por un momento en una vieja silla de madera y recordé las narraciones de mi padre acerca de nuestras raíces. Allí, en su casa, imaginé cómo había vivido mi abuelo con sus hermanos y sus padres hasta que a los 18 años decidió viajar a América.

Ver las habitaciones, el brasero en la cocina, la inmensa mesa en el comedor, las lámparas y candelabros, el aparejo para subir las reservas de comida y el heno de los animales al granero, las herramientas en el establo hicieron que me sienta en la piel de mis antepasados materializando de alguna forma todo lo que había estudiado sobre el pueblo vasco y sus costumbres.
Recorrimos las angostas y sinuosas calles del pueblo, tomamos fotos y emprendimos el regreso. Al tomar el camino hacia Pamplona viví el momento más conmovedor de todos. Sentada en el asiento trasero del vehículo de mi primo observé el monte Aralar con sus cumbres nevadas a modo de centinela gigante, las verdes pasturas, el camino sinuoso entre los añejos árboles y me imaginé a mi abuelo joven con apenas un hatillo al hombro caminando hacia lo desconocido. Enseguida pensé que el puerto más cercano estaba a unos 70 u 80 km. y que debió haberlos recorrido a pie, dejando atrás la seguridad del caserío y el afecto de su madre.
Tres hermanos viajaron juntos en busca de nuevos horizontes donde trabajar y vivir dignamente. Eran muchos hermanos y parientes que dependían de la producción del caserío y no alcanzaba para todos. No había muchas opciones, además, el quedarse, implicaba tener que alistarse en el ejército, para ir a luchar en lo que conocemos hoy como Primera Guerra Mundial.

Mientras nos alejabamos del caserío no pude mirar atrás, sentí un nudo en la garganta y me quedé en silencio sintiendo lo que sintieron mis antepasados al tener que separarse en busca de un destino posible, sentí la tristeza de mi bisabuela viendo a sus tres hijos más jóvenes alejarse del hogar. Sentí la valentía y la determinación de esos tres hombres que sin mirar atrás partieron a un mundo situado más allá de la inmensidad del océano que prometía todo tipo de desafíos deslumbrantes.
En ese momento entendí el porqué de nuestra esencia. Somos hijos y nietos de hombres y mujeres que un día partieron con apenas una muda de ropa y un sueño por cumplir, que con coraje y sin titubeos se embarcaron no sólo en el barco que los llevó a las costas americanas sino además en una hazaña que dio origen a una familia de inmigrantes que junto a otras tantas contribuyó al progreso del país en el que vivimos.

Trabaja en el ámbito de la informática, pero le apasiona leer, escribir y también pintar. Inquieta y curiosa, amante de los viajes, disfruta conociendo otras culturas. Aprender idiomas es su pasatiempo. Actualmente busca un espacio en el que pueda compartir experiencias a través de la escritura.
Kaixo Ceci!!!!desde ya felicitaciones ….siempre es un placer escucharte y leerte!!!! Llevas la docencia en el alma. Y me da mucho orgullo haberte tenido de profe de Euskera tantos años!!!!musu handi bat Claudia Gamboa
Mila esker Claudia!! Sin alumnos no hay profesor. Agradecida a la vida por tanto cariño. Musuak!!
Cecilia querida! Me emocionó tanto leer tus palabras como recordar los sentimientos que afloraban de vos cuando me contabas, allá en Lazkao, la historia de tu madrina y de tu padre.
A la vez fui testigo de tu alegría al regresar de Elizondo y de Musquiz.
Gracias Cecilia por plasmar tus sentimientos en la palabra escrita!
Elba maitia!!! El euskera ha completado mi alma y me ha dado amistades como la tuya. Gracias por tu compañía y tu cariño. Maite zaitut!
Hermosa nota basada en la historia personal de mi profe de euskera!!!
Ángeles, ninguna persona llega a mi vida por casualidad. Gracias por conectarme nuevamente con el euskera y con la enseñanza. Espero cumplir con tus expectativas. Ondo izan!!